Estoy acabando de leer la biografía de Bill Evans. Como dice un amigo poeta al que últimamente cito demasiado a menudo, no soy un crítico al uso (y menos de los que ejercen la crítica literaria o musical por oficio), de esos que leen dos libros a la semana y luego escriben en las revistas por qué debemos (o no) leerlos. Sé que después de este comentario no tendré mucho futuro el día que mi novela llegue a los críticos, pero me voy a limitar a anotar lo que me impresionado de este libro.
El título de la entrada, How my heart sings, corresponde al título original del libro y hace referencia al afán de Bill Evans de conseguir una expresividad tal en el teclado que pareciera que su piano “cantara”. El título en español, Vida y música de Bill Evans es menos evocador.
Bill Evans era un pianista clásico que tocaba jazz. Esto puede prestarse a discusión o, al menos, a un debate teórico al que no me voy a apuntar porque mi formación musical es limitada. Bill Evans se formó como pianista clásico y jamás abandonó su pasión por la música clásica ni cuando tocaba. En sus últimos años, solía viajar acompañado de una grabadora portátil JVC que el promotor de su gira japonesa le había regalado. Oía sin cesar a Rachmaninoff. Aunque dijo frases tan apasionadas y jazzísticas como “Me saca de quicio que la gente quiera analizar el jazz como si fuera un teorema intelectual. No lo es. Es sentimiento”, su carrera se estructura a través de los pasos que daban sus teorías musicales, a través de sus avances técnicos, de sus “descubrimientos”, porque nunca dejó de investigar y teorizar sobre su propia música.
Y esto siempre lo hizo desde la óptica de sus referencias clásicas.
La biografía escrita por Peter Pettinger comienza realmente cuando Evans decide ser un músico de jazz, empapándose de las influencias de muchos pianistas de la época, entre los que estaban Lennie Tristano, del que admiraba su frialdad, y sus preferidos: Oscar Peterson y Thelonius Monk. Nunca llegó a convertir a ninguno de ellos en una única influencia (aunque de Bud Powell dijo que en él estaba todo), pero jamás se sentó a imitar la música de ninguno de ellos. Estudiaba sus teorías y las traía a su propio contexto. Si le sumamos a esta alquimia el componente clásico, tenemos la ecuación Bill Evans.
Vida y música de Bill Evans es un ensayo, pero un ensayo que se lee como una novela, un melodrama de superación personal que, escrito por un pianista clásico, como es Peter Pettinger, se entiende como un relato de superación musical, una búsqueda épica de la teoría perfecta, que comprende tres décadas.
Es cierto que datos como la hepatitis crónica que obligó al músico a tocar durante temporadas en un estado lamentable, al límite de sus fuerzas, o su apego a varias drogas por impulso social, por conjuntarse con el grupo, son temas que tienen que aparecer en el libro, pero son detalles de atrezzo, no el hilo argumental del relato. Peter Pettinger centra la narración en la partitura y en la ejecución, describe los estados de ánimo y el resultado de cada grabación, de cada sesión que ha llegado en forma de álbum o de grabación pirata, todo ello analizado nota por nota, escala por escala, con sus improvisaciones y sus variaciones, un libro que va más allá de la simple biografía y que podría ser un simple libro de teoría musical, un estudio sobre la evolución de un músico en singular, pero el libro va más allá. A mí aún me sigue estremeciendo la anécdota que cuenta sobre una jeringuilla en mal uso que le dejó el brazo derecho inútil.
Principios de los sesenta, en parte por culpa de la droga, fue una mala época económicamente hablando para Bill Evans, lo cual en lo musical se convirtió en fecundidad. Se prodigada en todos los clubs que lo llamaban, grababa con dúos, quintetos, big bands... gracias a que era capaz de adaptarse a cualquier formato, pero una jeringuilla sucia le infectó el brazo derecho, dejándoselo sin sensibilidad, por lo que tuvo que tocar una semana entera en el Village Vanguard con una sola mano. Afortunadamente, si algo caracteriza el estilo de Evans es su habilidad para crear motivos musicales con ambas manos, esto, ayudado por lo pedales y el truco de apoyar la mano insensible sobre el teclado a modo de acompañamiento no sólo salvó la situación sino que atrajo la curiosidad y la presencia de numerosos pianistas en el Vanguard aquella semana.
El libro es prolífico, extenso, cuatrocientas páginas, y está lleno de detalles. No os canso más. En cuanto acabe de leer el libro y antes de llegar a las 60 jugosas páginas de discografía que incluye, terminaré esta crónica.
La continuación de la reseña se puede leer aquí: https://jazzeseruido.blogspot.com/2008/06/how-my-heart-sings-y-ii.html
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Fotografía: Bill Evans en 1957, de Sy Johnson.