Las luces se apagan y se hace el silencio. El cartel anuncia 2º Circuito Andaluz de Asociaciones de Jazz. Las tablas del Gran Teatro de Huelva han presenciado pocos pero muy buenos conciertos de jazz (Chick Corea, Dizzy y su United Nation Orchestra...) y el público (media entrada) es entendido en un buen porcentaje.
David Defries es un músico que domina trompeta, fiscorno, bombardino, percusión... Ha tocado con grandes como Chris McGregor (Brotherhood of Breath), Archie Shepp, Don Weller, George Russell... y formado parte de innumerables grupos (Major Surgery, Penguin Café Orchestra, Charlie Watts Orchestra...). Nacido en Londres, está afincado en Granada, donde toca, investiga y enseña con los músicos locales. Su banda, The New Gutbucket Academy (nombre donde resuena Platón y el sentimiento de tocar con las entrañas) no es producto de un encuentro puntual para un bolo (como explica en el vídeo más abajo) sino que lleva consolidándose desde 2013, investigando juntos nuevas formas de improvisación, el arte de la sorpresa. Pero para un concierto de jazz uno debe llevar preparada la capacidad de asombro, no el nombre de los músicos que van a tocar.
Volvamos al principio. Un momento antes de que las luces se apaguen, durante la presentación, se oye al grupo entre bambalinas. Aúllan como un equipo de fútbol abrazado en una piña (o como una legión de espartanos). El público sonríe. Continúa la presentación. Entonces sí, las luces se apagan y suena el piano.
En su intro, Jaume Miquel deja clara la primera premisa: no vamos a escuchar un jazz trillado ni estándar. Tal como nos avisaba David antes de la actuación, no habrá estereotipos ni esquemas de los que se aprenden en las escuelas de música. El planteamiento es original y las armonías también. Cuni Matilla entra con su contrabajo a cuestas y comienza golpeando las cuerdas con el arco en un ejercicio que sobrepasa el staccato y que convierte el contrabajo en un instrumento de percusión (la percusión será la base del concierto). El resto del septeto entra en escena y, como un mecanismo, el jazz híbrido de David Defries explota en el escenario.
El ritmo es brutal y, al mismo tiempo, tiene lógica. Hay mucho momento atonal, mucha explosión, todo un catálogo de recursos en la percusión (el contundente Alfredo Sarno en la batería, Jesús Santiago en las percusiones y hasta el mismo Defries en muchos momentos). Hay pasajes en los que el septeto está tan arriba que parece que no van a poder resolverlo. Pero lo hacen.
No hay descanso. No se presentan los temas. Sólo cuando el trompetista anuncia un homenaje al que fuera su maestro durante diez años, el sudafricano Chris McGregor, y suena una balada, el ambiente se relaja, pero es un espejismo. La tensión emocional del piano mantiene al público en un estado de shock.
Todos los temas son composiciones y arreglos de Defries, pero hay un homenaje a Duke Ellington. Como él nos explicaba luego no usan el típico esquema chrorus-solo-solo-solo, etc., obligando al público a cambiar de punto de mira cada dos minutos y a aplaudir constantemente, para no hacer que el ritmo decaiga. Esto, admite, lo aprendió de Duke. En cambio, nos ofrece números espectaculares donde investiga sobre el ritmo, sobre todo sobre el ritmo, con una línea de vientos que incluye a Miguel Fernández (que toca el soprano y el alto con brillantez, con precisión... y sin zapatos) y a Víctor Colomer (que se marca un solo de trombón que arrastra una nostalgia subrayable).
El concierto se hace corto incluso con el bis, con un público entregado que pedía más. El bis es un arreglo de Defries de un tema Dinah Washington que dice (medio en broma, medio en serio) que se acerca al pasodoble. La especulación rítmica aquí nos lleva a un ritmo sincopado cercano al reggae. Nuevamente el Caribe. Intenso y adecuado final para una propuesta memorable.
Puede parecer una reseña demasiado poética, pero la noche ha sido espectacular y emocionante, además de inusual. Cuando se le pregunta por el tema, Defries responde, abriendo mucho los ojos, que él enseña técnica, que la emoción la lleva dentro cada uno. Y eso, pienso, también incluye al público.
Volvamos al principio. Un momento antes de que las luces se apaguen, durante la presentación, se oye al grupo entre bambalinas. Aúllan como un equipo de fútbol abrazado en una piña (o como una legión de espartanos). El público sonríe. Continúa la presentación. Entonces sí, las luces se apagan y suena el piano.
En su intro, Jaume Miquel deja clara la primera premisa: no vamos a escuchar un jazz trillado ni estándar. Tal como nos avisaba David antes de la actuación, no habrá estereotipos ni esquemas de los que se aprenden en las escuelas de música. El planteamiento es original y las armonías también. Cuni Matilla entra con su contrabajo a cuestas y comienza golpeando las cuerdas con el arco en un ejercicio que sobrepasa el staccato y que convierte el contrabajo en un instrumento de percusión (la percusión será la base del concierto). El resto del septeto entra en escena y, como un mecanismo, el jazz híbrido de David Defries explota en el escenario.
El ritmo es brutal y, al mismo tiempo, tiene lógica. Hay mucho momento atonal, mucha explosión, todo un catálogo de recursos en la percusión (el contundente Alfredo Sarno en la batería, Jesús Santiago en las percusiones y hasta el mismo Defries en muchos momentos). Hay pasajes en los que el septeto está tan arriba que parece que no van a poder resolverlo. Pero lo hacen.
No hay descanso. No se presentan los temas. Sólo cuando el trompetista anuncia un homenaje al que fuera su maestro durante diez años, el sudafricano Chris McGregor, y suena una balada, el ambiente se relaja, pero es un espejismo. La tensión emocional del piano mantiene al público en un estado de shock.
Todos los temas son composiciones y arreglos de Defries, pero hay un homenaje a Duke Ellington. Como él nos explicaba luego no usan el típico esquema chrorus-solo-solo-solo, etc., obligando al público a cambiar de punto de mira cada dos minutos y a aplaudir constantemente, para no hacer que el ritmo decaiga. Esto, admite, lo aprendió de Duke. En cambio, nos ofrece números espectaculares donde investiga sobre el ritmo, sobre todo sobre el ritmo, con una línea de vientos que incluye a Miguel Fernández (que toca el soprano y el alto con brillantez, con precisión... y sin zapatos) y a Víctor Colomer (que se marca un solo de trombón que arrastra una nostalgia subrayable).
El concierto se hace corto incluso con el bis, con un público entregado que pedía más. El bis es un arreglo de Defries de un tema Dinah Washington que dice (medio en broma, medio en serio) que se acerca al pasodoble. La especulación rítmica aquí nos lleva a un ritmo sincopado cercano al reggae. Nuevamente el Caribe. Intenso y adecuado final para una propuesta memorable.
Puede parecer una reseña demasiado poética, pero la noche ha sido espectacular y emocionante, además de inusual. Cuando se le pregunta por el tema, Defries responde, abriendo mucho los ojos, que él enseña técnica, que la emoción la lleva dentro cada uno. Y eso, pienso, también incluye al público.
El próximo concierto, por cuestión de agenda, se ha cambiado. El 23 de marzo veremos a Pablo Báez Quartet en el Gran Teatro de Huelva. Lo contaremos aquí.
* Fotografías de Manolo Martín.