Precisamente, la parte más divertida de la novela es la búsqueda del trombonista Pucho Escalante, huido después de una chiquillada que él y sus amigos le han hecho a un músico de la marina. Aparecen retratados con detalle todos los clubs y garitos importantes del ambiente nocturno de aquella Habana de los 50 en cuya guía telefónica aparecían “1.170 bares y cantinas con ambiente musical, 214 cafeterías con jukebox [...] alrededor de 600 restaurantes –muchos de ellos con música en vivo-, un centenar de tiendas de discos, tres docenas de establecimientos de venta de fonógrafos, 150 casas de venta de pianos y accesorios musicales, 250 sociedades de recreo y clubes con animación musical, medio centenar de orquestas populares e igual número de cabarets”. Por si fuera poco, se podían escuchar por la radio de onda corta los conciertos de Benny Goodman en el Waldorf Astoria de Nueva York. ¿No iban a salir buenos músicos de aquella isla de antaño? Finalmente, Pucho reaparece en un capítulo huyendo desnudo hacia cualquier lugar, para terminar dando la vuelta al mundo con cualquier charanga u orquesta que lo contratara hasta establecerse definitivamente en Nueva York, donde grabaría, entre otros, con Machito y Herbie Mann. Divertido e histórico al tiempo.
Aparte de los personajes musicales, la ironía de Paquito D’Rivera retrata todos los aspectos de La Habana en la que creció, llena de color y contrastes, un imán para personajes singulares como el Caballero de París, el pordiosero más elegante y famoso de La Habana o uno de mis preferidos, el violonchelista ruso Gustav Putin, cuyos numeritos, ya sean vestido de gladiador para sorpresa de la KGB o acudiendo a una cita desnudo y con corbata, son espectaculares. También hay personajes más reales y amargos, como cierto tipo de comunista pre-Castro, el típico comerciante con dinero que por un lado odia a los ricos (por capitalistas) y por otro desprecia a los pobres (porque no pueden pagarle). D’Rivera llama a estos ricos de pueblo “capitocialistas” y, si le añade el componente de ignorancia, “Cubá-non-sapiens billetosus”.
La sensación es la de estar leyendo una novela de David Lodge, con personajes fuera de lo común, en una época en la que la dolce vita duraba en La Habana hasta el amanecer, como si los americanos hubieran trasladado sus felices años 20 a algún paraíso cercano y lo hubieran encontrado en la capital de Cuba. La música y las anécdotas hacen inolvidable una lectura que por momentos nos hace olvidar que es real, fruto de la experiencia y del recorrido vital de este músico.
Cuando uno cierra (¿definitivamente?) el libro, le queda la sensación de haber estado allí en aquellos años, y de haber vivido la mejor época de su vida, porque “no hay duda de que la vida cambia totalmente de color cuando se mira desde un convertible en marcha; sobre todo si el coche se desplaza por el Malecón habanero, una noche fresca de principios de enero, en compañía de buenos amigos y mujeres hermosas. La brisa húmeda y salobre acaricia el rostro y hace florecer el alma, haciéndote caer en un trance del que ya no deseas salir nunca más.”