Cuando Laurens Hammond comercializó su primer órgano eléctrico en 1935 (el modelo Hammond A) ya hacía diez años que Fats Waller había usado el órgano de tubos para hacer jazz. Sin embargo, la intención original de Hammond no era la de crear un órgano para la música popular sino la de fabricar un instrumento que pudiera sustituir a los órganos de iglesia, grandes, caros de mantener y complicados de afinar. Tardaría 30 años en darse cuenta de que sus principales clientes eran bandas de rock’n’roll, rhythm & blues y jazz.
Aunque en un principio se dejó de fabricar en 1955, la popularidad del Hammond B-3 lo ha hecho pervivir hasta nuestros días y lo ha convertido en el órgano más usado de todos los tiempos, sobreviviendo a la llegada de instrumentos electrónicos más sofisticados, que incluían chips de memoria con melodías y arpegios pregrabados. ¿El secreto? La excitante sonoridad del B-3 se debe al efecto vibrato, que lo hace inigualable, y a ese efecto chorus, capaz de sonar como un órgano de tubos. Ambas características dotan al instrumento de un sonido “propio” e identificable.
Si Fats Waller introdujo el órgano en el jazz, Jimmy Smith lo elevó al trono de los instrumentos solistas con su espectacular forma de tocar. No hay ejemplo más evidente para poner nombre al B-3 que Jimmy Smith, pero gracias a Dios (el Dios del Jazz es benévolo y pródigo) su carrera ha tenido continuación en nombres brillantes como Joey de Francesco, Lou Bennet, John Medeski... o, por citar músicos españoles, Mauri Sanchís y Albert Sanz. Mi último descubrimiento detrás de un Hammond es Rhoda Scott. La acabo de pillar con las manos en las teclas.
No conocía a esta teclista nacida en New Jersey en 1938, pero por opiniones de amigos me entero de que es la sucesora de otra Scott, Shirley. Rhoda Scott, Shirley Scott. Simple coincidencia de apellidos y de virtuosismos a las teclas de un Hammond. Rhoda, que es la que suena ahora mismo en mi equipo de música, es una jazzwoman que domina los recursos armónicos y rítmicos del B-3 con una delicadeza increíble. Consigue abusar del vibrato sin romper la fluidez rítmica de los temas, que funcionan como una locomotora en plena carrera, llenos de adrenalina pero sin estridencias.
Nos hemos conocido gracias a uno de los últimos discos que he añadido a mi colección: Rhoda Scott + Kenny Clarke, de la colección Jazz in Paris de Gitanes, una grabación de 1977 que explica claramente el peso que un órgano puede tener en un combo de jazz: lo es todo, puede suplantar a casi todos los instrumentos y, como en este caso, sólo necesita la percusión para conformar un conjunto sonoro completo, cosa curiosa porque precisamente el Hammond B-3 es el único órgano de su familia que incluye acompañamiento de percusión, pero ¿quién renunciaría a tener a Kenny Clarke a la batería? Fue nominado entre los 5 mejores “baterías acompañando a un órgano” (Nominee in the category of the best “Organ drummer”, que dicen los americanos). La grabación incluye nada más y nada menos que nueve temas mano a mano, Scott y Clarke, órgano y batería, una combinación explosiva que alrededor de baladas impresionantes como It’s impossible y de fuegos artificiales del tamaño de Satin doll, y que es capaz de colorear de sonoridades nuevas a standards como On Green Dolphin Street o Now’s the time. Para enmarcar.