JULIO CORTÁZAR Y EL JAZZ

O la improvisación en la literatura

Cortázar tuvo la suerte de vivir en el París de los 50 y de los 60, cuando la postguerra amenazaba con acabar con los genios del jazz y los músicos americanos encontraron un público más amplio y receptivo en Europa, llegando muchos de ellos (como Bud Powell o Kenny Clarke) a autoexiliarse en París. En aquella época, el jazz bullía en docenas de clubs de la orilla izquierda. Para ir cada noche a estos clubs a bailar o a escuchar a sus nuevos ídolos los jóvenes de entonces tenían que llegar sorteando los cubos de agua que los vecinos les arrojaban desde los balcones. El jazz, como el rock’n’roll, no gozaba de mucha consideración social fuera de los círculos de aficionados a la música.

Sin embargo, a pesar de escribir mientras vivía en París en esta época posterior al bop y en plena eclosión del free jazz, el personaje tipo de Cortázar (a menudo su alter ego, vividor y melómano) es un purista y suele escuchar a los maestros de los orígenes: Bix Beiderbecke, Louis Armstrong o Fats Waller son los discos que Oliveira y sus amigos outsiders de Rayuela, que se hacen llamar El Club de la Serpiente, pinchan cuando se reúnen para escuchar música.

El jazz aparece en muchas más páginas de Cortázar. Y no sólo porque escribió apasionados artículos sobre jazz, como La vuelta al piano de Thelonius Monk, a propósito de un concierto al que asistió en Ginebra en marzo del 66. La obra más celebrada por los amantes del jazz es el cuento El perseguidor, donde un saxofonista enganchado a las drogas (la viva imagen de Charlie Parker) vive persiguiendo una idea que nunca alcanza, afirmando que su vida va 15 minutos por delante de él, en una metáfora maravillosa de la forma de tocar de Bird, cuya concepción armónica le permitía improvisar unos solos realmente complejos y a gran velocidad, como si su saxo realmente fuera “15 minutos por delante de él”. La influencia es recíproca, porque El perseguidor ha dado nombre a alguna web de jazz e incluso a un sello discográfico. Este cuento no tiene mucho que ver con Bird de Clint Eastwood, pero si has visto la película o leído su biografía pueden comprender de qué va. Mi frase preferida de El perseguidor es cuando el músico, prácticamente acabado, dice que al saxo “se le ha roto el alma”.

En Libro de Manuel aparece este poema: “Yo ya no tengo tiempo ni me importan las modas, / mezclo Jelly Roll Morton con Gardel y Stockhausen, / loado sea el Cordero”.

Hay más, por supuesto. Todos recordamos como un tal Lucas (su más creíble autorretrato) manifiesta que a la hora de morir quiere oír dos cosas: el último quinteto de Mozart y el solo de piano de I ain’t got nobody en los dedos de Earl “Fatha” Hines...

Cortázar amaba el jazz porque “era una música que permitía todas las imaginaciones”. ¿Se puede trasladar esto a la literatura? La respuesta es sí y Rayuela es el mejor ejemplo de esto. No sólo está llena de imágenes y sonidos del jazz, sino que es en sí una impresionante jam session en solitario, un batido de free jazz plasmado en palabras, donde el argumento es sólo un pretexto para improvisar, para ir re-creando, cambiando de escala según viene al caso, insertando notas disonantes si le apetece. Es una novela que el mismo autor propone que se lea siguiendo el índice o desordenadamente. Saúl Yurkievich, gran estudioso y mejor amigo del escritor, considera a Cortázar “un maestro de la improvisación”. Habrá (ya ha habido) quien me diga que Rayuela es una novela laberíntica e ilegible, que no tiene sentido y que no te engancha. Yo siempre la defiendo porque veo en ella la poesía, la libertad del pensamiento errático y a veces desenfadado, y no ver esto es como no saber salirse del camino marcado o como perderse en un solo de piano.

Algo parecido ocurre con otra novela derivada de Rayuela. Se titula 62, modelo para armar y sigue la misma estructura libre, como otro ejemplo claro de improvisación literaria. Porque Julio Cortázar fue sobre todo un escritor libre que descubrió la improvisación como arma creativa, que buscó la libertad (“eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa”) como necesidad, que amó el jazz y que dejó escrito aquello de “swing, luego existo”.

A quien no quiera leer Rayuela le recomiendo dos cosas: la primera, un disco-libro titulado Jazzuela, de la escritora Pilar Peyrats Lasuén, que recoge los fragmentos de Rayuela que hablan de jazz y un CD que incluye los temas musicales a los que aluden, interpretados por Bix Beiderbecke, Coleman Hawkings, Bessie Smith, Jelly Roll Morton... hasta 21 cortes; la segunda, que dedique al menos diez minutos de gracia al autor paladeando el capítulo 17, en el que los amigos de Oliveira comienzan hablando de él y terminan elucubrando sobre arte y sobre música, discurriendo por todos los estilos del jazz desde Jelly Roll Morton hasta Thelonius Monk, en el más apasionado texto sobre el jazz que he leído nunca. Luego, ¿por qué no?, puede que se anime a leer, en orden o improvisando, el resto de los capítulos.


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