PIRATAS DEL NUEVO SIGLO

Existen dos definiciones de discos pirata. La primera alude a esos discos que podemos comprar en cualquier tienda y que alguien copia para ganar dinero sin pagarle al artista ni al distribuidor. La segunda es la que yo denomino Discos Imposibles.

Discos imposibles son aquellos que nunca han salido a la venta: conciertos retransmitidos por radio o televisión que algún aficionado graba, material inédito que se queda en el estudio de grabación y que el personal saca a la luz de forma subrepticia y todo aquello que el artista jamás ha pensado vender y que se convierte en material de primera para aficionados curiosos y coleccionistas con ansias de llegar más allá de que simplemente se edita de forma comercial.

En algunas ocasiones, son pequeñas casas de discos (suelen ser italianas o alemanas) que se hacen con el material sin permiso del artista, imprimen quinientas o mil copias, las venden y luego desaparecen. En otras, el material llega a los aficionados y son éstos los que lo guardan como oro en paño, dándoles su verdadero valor de documentos históricos, esclarecedores en algunos casos, para luego compartirlos o intercambiarlos con otros aficionados, enriqueciendo e iluminando sus colecciones con joyas únicas que no están al alcance de cualquiera.

Las grabaciones piratas tienen dos lados malos: uno, que los los músicos no ganan dinero con ellas; el otro, el descuido.

Y en esto las grabaciones piratas que se venden son las peores, porque un buen aficionado jamás equivocaría las fechas, jamás insertaría títulos de los que no está seguro ni olvidaría citar los músicos si conoce sus nombres (o dejaría de investigar al respecto). ¿Qué hay mejor que un libreto plagado de información? Por otro lado, no todas las grabaciones vienen de la televisión digital. He podido oír conciertos grabados de la radio hace cuarenta años, llenas de ruidos de fondo, cuando no existía el estéreo o incluso grabaciones al aire donde se oye más a la audiencia que al grupo. Bill Evans se quejaba de las que se publicaban en los años 70 sin su permiso, porque a menudo aparecían editadas a mayor o menor velocidad dependiendo de lo malos que fueran los magnetófonos de la época. Esto supone un semitono por encima o por debajo de la interpretación real o, lo que es lo mismo, supone mayor o menor énfasis en las notas, supone un estado de ánimo distinto al del momento en que se capturó la música; supone una mentira para el aficionado, en definitiva, que busca estas interpretaciones únicas o, simplemente, anecdóticas, que las mantiene en su colección con afán historicista, porque, de otra forma, se habrían perdido en el natural discurrir del tiempo, cuando la emisión radiofónica se diluyera en el aire, cuando los que estuvieron presentes en aquel concierto olvidaran los detalles, los temas, el momento.

¿A quién no le hubiera gustado estar, por ejemplo, en aquel momento, en el Kongresshaus de Zurich la noche del 8 de abril del 60? Toca Miles Davis. El set comienza con un standard que grabó en el 56, un tema del musical de Frank Loesser Guys and dolls. Se trata de If I were a bell, que inicia Wynton Kelly imitando sobre las teclas el repique de una campana al ritmo de los platillos. Jimmy Cobb arranca a más velocidad de la que anteriormente habíamos oído este tema en Relaxin’. Con este prodigioso colchón rítmico, Miles se luce con la sordina Harmon, ésa que Ian Carr definía en la biografía de Miles como el sonido de una fiera enjaulada. Toca de forma salvaje, llenando el aire de notas hasta el solo de Coltrane, único, como un tema aparte del que tocan los demás. El viejo esquema: tema, solo, tema, etcétera. Son casi diecisiete minutos en los que todos tienen su solo, casi diecisiete minutos de locura que termina la trompeta con un tirabuzón a modo de coda y el eco del redoble en los platos. Es un momento irrepetible, como todo en el jazz, que sigue con un repertorio propio de Miles: Fran dance, So what (también tocado en un tempo acelerado, feroz), All blues y, para terminar, como era costumbre en los conciertos de aquella época, un esbozo leve, minuto y medio de The theme. Podría describir cada momento de cada tema, pero jamás sería como haber estado allí.

Cierto que oír un concierto en CD no equivale a haber estado allí, pero se acerca mucho a esos momentos mágicos que en el jazz, las más de las veces, ocurrieron antes de que la mayoría de nosotros comenzáramos a apreciar todo esto. Nunca he sido partidario de comprar discos donde el artista ni cobra ni ha dado el visto bueno a su edición, pero creo que conservar esos momentos mágicos, esos Discos Imposibles, es hacer un favor a los que vienen detrás. ¿O no?