Páginas

BUENAS NOCHES, Y BUENA SUERTE

De acuerdo, puede que Buenas noches, y buena suerte (George Clooney, 2005) no sea una película de jazz, pero recupera una época histórica, la de los años 50 en Estados Unidos, cuando el maccarthysmo aterrorizaba a los artistas, la televisión parecía ser aún una inofensiva novedad y el jazz gozaba de buena salud. La banda sonora justifica este comentario.
George Clooney, que tuvo la suerte de triunfar tarde como actor, hace aquí las veces de director con un guión propio (junto a Grant Heslov), continuando en la ardua tarea de demostrar que sabe hacer algo más que poner cara de guapo en las comedias (estuvo impresionante en Syriana) y adorna su trabajo con una impagable banda sonora a cargo de Dianne Reeves, quince temazos, quince standards que la tres veces ganadora del Grammy borda con un combo fantástico: Matt Catibung al saxo alto y tenor, Peter Martin al piano, Jeff Hamilton a la batería, Robert Hurst y Christoph Luty al bajo y contando además en los créditos con dos músicos como Alan Estes y el incombustible Alex Acuña tocando la percusión en sendos temas.

Hablemos del disco, que no de la película porque derivaría este comentario hacia otros cauces (políticos) de una era (la de MacCarthy) que aunque pasada es más actual que nunca.

El disco, pues, comienza con un increíble Straighten up and fly right que yo daría cualquier cosa sólo por escucharlo en un club pequeño, lleno de humo, a medianoche. Aún estoy bajo el hechizo de haber visto en una misma semana Alrededor de la medianoche y El perseguidor, dos películas de ambiente de club, y, si cerramos los ojos y dejamos correr el disco hasta el segundo tema, I've got my eyes on you, podríamos imaginar que estamos en ese pequeño club de jazz e incluso jurar que el club se ha quedado vacío, que quedan cuatro parroquianos desperdigados por las mesas, viejos apurando sus whiskies, suspirando por una cantante que no cobra lo que canta, una Dianne Reeves terrenal que deja caer las notas con una cadencia celestial, parroquianos que encienden sus últimos cigarrillos baratos y exprimen las cajetillas con rabia, cerrando los ojos para soportar el dolor de un recuerdo, quizás el de una decisión mal tomada en un momento inoportuno (Gotta be this or that) o la renuncia a un imposible (How high the moon), murmurando una seña al camarero, adormilado, por una copa más, la penúltima, que llegará como una esperanza inútil (There'll be another spring), lenta, pesada, lánguida, para encontrarlos mudos, con los pensamientos en silencio. Entonces sonará un maravilloso instrumental y, sin darse cuenta, más de uno tarareará entre dientes una letra bailada con alguien lejano entre los brazos, en otro momento de su vida, When I fall in love it will be forever... Al final, el dolor por la soledad (Solitude, sí, a mí también me trae recuerdos de otra voz esta voz) podrá más que el cansancio y los pies lo arrastrarán fuera del local, mientras el saxo desgrana notas urgentes, fuera del local antes de que el combo, que tampoco tiene a dónde ir, acometa canciones más optimistas y rítmicas (Too close for comfort o TV is the thing this year), una vez que el local, vacío ya del todo, vea deambular por entre las mesas al camarero, quien, semidormido, recogerá los últimos vasos y barrerá entre las mesas desengaños que alguien olvidó al salir, al tiempo que los últimos ritmos pierden sus ecos en la madrugada. Y en la madrugada, fundiéndose en negro por algún callejón, alguno de estos personajes, rendido a la autocomplacencia de la resignación (Into each life some rain must fall) creerá escuchar desde un rincón perdido de su mente una melodía fugaz, complicadamente feliz, desordenadamente rítmica (You’re driving me crazy) y sacudirá la cabeza para alejar una imposible sonrisa.

Y así hasta que el disco deje de sonar y la realidad nos recuerde que es sólo un pedazo de plástico por el que hemos pagado quince euros, parte de una película que iba de otra cosa, música para acompañar una historia que no es la nuestra.

Nada más que eso.